lunes, 16 de marzo de 2009

"Olimpita": confieso que he vivido



Hay algo en las obras con nombre de mujer, que no deja de sorprenderme. Desde la furibunda lascivia de Nabokov en "Lolita", hasta el sutil erotismo de una elegantísima Allende en "Afrodita", este tipo de trabajos siempre logra despertar en mí una extraña mezcla de admiración, deseo y miedo, que a menudo sirve de excusa para desatar las más bizarras cacerías de demonios. Y es que el arte, cuando adopta naturaleza femenina, se vuelve doblemente insondable, y dulcísimo al paladar.



"Olimpita" es un claro ejemplo de ello.



Obra del guionista Hernán Migoya y del novel ilustrador Joan Marín, esta novela gráfica, tras una primera lectura, podría definirse como un tour por las cavernas del amor-fósil, ese amor que de amor no tiene nada, y que más parece una costumbre mal llevada. Sin embargo, hurgando en las entrañas de la bestia, identificamos tópicos tan filosos como la violencia de género, y la problemática de una Europa babelizada por la inmigración. De esta manera, "Olimpita" termina siendo una instantánea panorámica, una obra de temática amplia y bien estructurada, y que no deja de seducirnos desde la más dolorosa sinceridad.




"Olimpita, mucho gusto"




Olimpita García García es la triste dueña de una vida estancada. Atiende una pescadería en el Mercado de L'Abacería Central, junto con Carmelo, su esposo, un machista violento e impredecible. A veces llora, encerrada en el baño de su casa. Es rubia, y casi no fuma.


Se trata de una mujer anónima, que no existe fuera de su trabajo, y su negocio. Sin embargo, no estamos aquí frente a una mártir estoica, ni mucho menos. Olimpita es un ser humano que vive esperando a que le abran la puerta, y eso es justamente lo que sucede cuando llega Ass, hombre de color, inmigrante senegalés y amante bestial. Ass, flamante empleado de la pescadería, representa el fin del encierro para Olimpita. El hogar-prisión se derrumba con el primer contacto entre ambos, y empieza así un affaire que tiene mucho de deseo, pero más de libertad. Este es, en estricto, el eje temático de la obra.


El guión de Migoya es valiosísimo, por cuanto se desentiende de los personajes planos, unidimensionales: en "Olimpita", los estereotipos salen sobrando. La relación de infidelidad entre la española y el senegalés está totalmente desprovista de ese hálito a moralina que despiden tantas crónicas de amores prohibidos. Por el contrario, durante gran parte de la novela, esta traición no lo es tanto, y se convierte en una apología del escape, una celebración de lo condenable. Más aún, aquí nadie seduce a nadie. Nadie cae "presa de las redes de", sino que son ambos los que corren a refugiarse dentro de su pequeño paraíso artificial.


De esta manera, con el inicio del romance, el cascarón del ama de casa servil y silenciosa termina por romperse, y aparece una mujer radiante, hambrienta de emociones. Pero, cuidado, existe una razón más, detrás de la expedición sentimental de Olimpita: los constantes abusos físicos a los que Carmelo, su esposo, la somete. En realidad, el affaire con el senegalés funciona para ella como un analgésico, que la ayuda a sobrellevar los golpes, y a maquillar los morados en su rostro.



"Ass: la amenaza de ultramar"



Al igual que el resto de personajes de "Olimpita", Ass es, en esencia, un alma solitaria. Siempre calmado, sonriente, resignado a recibir comentarios xenófobos y racistas. Para Ass, el encontrar cariño entre tanta indiferencia es una necesidad casi vital. Besar a Olimpita es como clavar una bandera en tierras desconocidas, como tomar posesión de una vida abandonada por algún otro antes que él.


El amor que siente por Olimpita es sincero, físicamente sincero. Porque, en el fondo, Ass se sabe instrumentalizado. Reconoce en él mismo a un paliativo exótico, destinado a aliviar los dolores que produce una vida miserable. Sin embargo, algo en el rostro de Ass nos dice que éste lucha por enamorarse. Quizás de Olimpita, quizás de su nueva condición de extranjero, o incluso de la hostil Europa, que con tanta dureza ha sabido recibirlo.


Pero, claro, está siempre la sustancia inevitable, la materia necesaria de la que está hecha todo corazón de extranjero: la añoranza, la lucha por una mejor calidad de vida, el llanto de dientes apretados. Ass tiene más de un secreto, esperándolo en Senegal.



"Carmelo: el beso con sangre entra"



Carmelo es un hombre que golpea brutalmente a su esposa. Sin embargo, al mismo tiempo, la ama más que a nada en el mundo. Es esta paradoja la que hace tan rico al personaje. Aquí no estamos tratando con una caricatura eternamente malintencionada, de rostro desencajado y ojos espaciales. Por el contrario, estamos ante un ser humano pleno, dueño de una moral tan propia como la de cualquiera, y con más de una debilidad.


En el fondo, Carmelo es un hombre inseguro, como lo son todos los machistas. En él, el miedo de perder a Olimpita se traduce en desesperación, y es ésta la que lo impulsa a descargar su rabia contra su propia esposa. En otras palabras, Carmelo es un cristal que refracta el amor, y lo recompone en forma de violencia.


Al empezar a sospechar acerca de la sombría relación de Olimpita y Ass, Carmelo se ve amenazado por un factor externo. Externo a su matrimonio, externo a su país, y externo a su cultura. Así, el personaje refleja de manera insuperable la sensación de indefensión del invadido, del despojado. Y, como tal, sus reacciones son las de un animal acorralado, dañando incluso al propio objeto de su afecto. O, mejor dicho: castigándolo. Porque Carmelo castiga a Olimpita, la cual, a su vez, soporta en silencio los vejámenes a los que se ve sometida. ¿Por qué? Algunos le llaman costumbre. Otros, exigencia social. Tantos nombres para un mismo infierno.


Y aquí es donde los colores se empiezan a mezclar: si hay algo de lo que Carmelo es incapaz, es de engañar a Olimpita. Ella lo sabe, y por eso siente que, dentro del castillo de su felicidad con Ass, hay algo que huele a podrido: es el olor de la culpa. Ella, la golpeada, la ignorada, se siente culpable. Después de todo, está explorando territorios que su esposo jamás se atrevería siquiera a pisar. Son estos elementos los que hacen a la relación Olimpita/Carmelo tan conflictiva, y, por ende, tan verosímil.


Al final, si algo nos queda claro tras leer "Olimpita", es que el amor y el deseo son dos monstruos peligrosamente similares, casi tanto como la felicidad y la costumbre. De ahí que nos resulte tan fácil amar a aquello que simplemente deseamos, o, en el peor de los casos, terminar acostumbrándonos a la felicidad.



César Santivañez

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