viernes, 3 de julio de 2009

"The Building", o la arquitectura de la nostalgia

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"Siempre he sentido debilidad por las causas perdidas,
cuando realmente lo están..."
Rhett Butler, "Gone with the Wind"
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De un tiempo a esta parte, el fantasma de un tal Will Eisner viene a pararse frente mío, y se queda ahí, inmóvil, por horas. Luego empieza a dar vueltas alrededor, con la mirada cansina, incluso desencantada, orbitando sin parar con respecto a su eje, este eje que es a la vez un ferviente entusiasta de sus historias. De alguna manera, sé que el fantasma desaparecerá únicamente si lo menciono en este humilde espacio. No me lo ha dicho, pero quiero creerlo así. Es por eso que he decidido finalmente revisar junto a ustedes uno de los títulos más mágicos de ese tal Eisner, aquel viejo de sonrisa pequeña y ojos errantes, aquel artista transparente y ectoplásmico, que desde esta noche ya no me acompañará más.
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"The Building" es, quizás, uno de los más altos picos de la historieta de autor norteamericana. Plagada de escenas que bien podrían considerarse como un llamado universal a la melancolía, este insuperable volumen llegó por primera vez a ojos del público allá por 1987. Desde entonces, aquel edificio ubicado entre dos grandes calles se transformó en destino obligado para todo turista emocional, mientras que su único arquitecto y constructor, Will Eisner, se alzó como uno de los estandartes de la narrativa gráfica mundial.
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"De cómo algunos gigantes conocen, de golpe, la soledad metafísica"
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Si de por sí crear una historia con elementos vivos comporta un esfuerzo sistemático y a prueba de balas, otorgar el protagonismo a un personaje inanimado requiere, además, de una considerable cuota de experiencia y genialidad. Y es que, en "The Building", el verdadero centro de la historia es, sin lugar a dudas, el edificio Hammond. Aquel coloso que muere y reencarna en una insípida y moderna versión de sí mismo, es el que nos guía a través de la trama, sirviendo a la vez como conector entre las trágicas historias de cada uno de los cuatro fantasmas que deambulan por su perímetro: Monroe Mensh, Gilda Green, Antonio Tonatti y P.J. Hammond. Así, en ese orden.
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Y aquí una acotación, que lanzo de manera irresponsable, y a riesgo de ser calificado no precisamente con los adjetivos más felices: existe cierta similitud (bastante, diría yo) entre la soledad del Hammond eisneriano, con el infinito y oscuro silencio de la lejanísima arquitectura que Giorgio de Chirico plasma en obras como "Stazione di Montparnasse", "L' angoscia della partenza" y, cómo no, "Torino a primavera": pareciera que el Hammond es tanto o más distante que las edificaciones ideadas por el gran pintor griego para sus alucinantes paisajes metafísicos. Sin embargo, al igual que estas, parece dominarlo todo desde su posición, de manera discreta y eficaz. En otros términos: la vida entera se somete voluntariamente ante un ojo de apellido Hammond.
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Abiertamente inspirado en el Flaitron Building de Nueva York, el coloso se nos revela como un monstruo dueño de una personalidad única, inmensamente nostálgica. De hecho, si observamos bien el gran ángulo con el que nos encara, nos es posible reconocer en este a un Eisner gigantesco, omnipotente y omnipresente. Después de todo, es ya consabido que Will Eisner será siempre el mejor personaje de Will Eisner, y eso es irrebatible.
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"¿Quién teme a los fantasmas?"
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Son cuatro las formas en que el Hammond Building manifiesta su muerte al mundo. Cuatro formas con nombre y apellido, eso sí, y que se apagan al mismo tiempo que el vetusto edificio esquinado.
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Monroe Mensh (nótese la probable referencia que el apellido hace al vocablo alemán "mensch" = "hombre de buenas intenciones") es un ser anónimo como tantos en Nueva York, que de pronto, y como resultado de un episodio trágico, adopta una misión altruista y desinteresada: aliviar en lo posible el dolor de los niños desgraciados. Así, este personaje cabizbajo se transforma en un instante en una figura casi mística, una urbana aproximación a un santo, que concluye su propia vida con un gran sacrificio en pos del bien.
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Gilda Green, la bella asistente de dentista, simboliza no sólo el amor poético, sino también la esterilidad de la vida conyugal, aquel hartazgo que sólo encuentra una vía de escape en el romance a escondidas con Benny, el poeta. Es este romance adolescente el que da vida no sólo a Gilda, sino también al edificio entero, testigo del encuentro de los amantes. Ambos son seres proscritos, viviendo en constante pecado, pero que cuentan con la total aprobación de los muros del Hammond, cómplice silencioso que en todo momento los cobija y los alienta a persistir en sus sueños. Un amor triste y fatal, como aquellos que sirven de materia prima para forjar las más grandes historias.
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Antonio Tonatti es otro soñador que vive la vida de lleno, sin más pretensiones que las artísticas. Son él y su violín contra el mundo. Se trata, entonces, de una verdadera alma sensible, un músico de vocación, con pasado dramático y todo. La muerte de su esposa y su propia condición de inapto para el trabajo, lo vuelven un ser entregado de lleno al sufrimiento. Pero aquel es un sufrimiento constructivo, que no se agota en sí mismo: Tonatti es un sanador de almas, que no concibe la vida sino como un instrumento de ayuda a los demás. Un loco más, prisionero en aquel paraíso de la esquina.
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Por último, el mismísimo P.J. Hammond. Un hombre de negocios, que más que eso, es un hombre de ideales, un eterno amante de las causas perdidas (exactamente las mismas a las que se refiere Butler en el clásico filme de Fleming, o aquellas a las que un imbatible Jefferson Smith dedica su lucha, en "Mr Smith goes to Washington"). Pero, el romanticismo de P.J. Hammond es diferente a los otros: este es su sino, el camino hacia su propia destrucción. El viejo magnate no soporta la desilusión, el vacío que supone el perder la propiedad del edificio, y opta por la muerte romántica: lanzarse desde su propia ventana, hacia el vacío, o lo que es lo mismo, abandonar su vida antes de terminar abandonando sus sueños. Hasta los grandes pueden terminar golpeando el pavimento, cuando hay una razón lo suficientemente fuerte para ello.
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¿Qué tienen en común, en suma, estos cuatro fantasmas con el viejo edificio Hammond? Simple: Todos son héroes. Todos tienen un final: como los besos, las buenas películas, e incluso el tiempo para escribir estas tontas, tontas líneas.
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César Santivañez

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3 comentarios:

  1. El Edificio, es una oda a la nostalgía, una de las historias que le dan valor al genero como arte independiente.
    Saludos
    Javier

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  2. Definitivamente, Javier y Fer, "The Building" es una obra en la que es obligatorio recaer de vez en cuando, por mera cuestión de salud emocional. Un abrazo a ambos.

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